viernes, 24 de julio de 2009

El Brujo

Conocí a Rafael Álvarez ‘El Brujo’ gracias a Pilar Bellido. Los elogios de mi profesora hacia uno de sus actores preferidos no pasaron inadvertidos para mí. Recuerdo aquel vídeo de La taberna fantástica, del abertzale Sastre, en la que El Brujo interpretaba con maestría a un borracho desgraciado. Dos años después, he podido verle sobre las tablas y esta es mi particular, breve y humilde crítica de la obra representada.

El evangelio de San Juan – Teatro Romano de Mérida, 19 de julio de 2009

Se abre el telón. Humo en el escenario. Banda sonora de música gospel. Ambiente tenebroso, de liturgia negra. Y, de repente, un saltimbanqui de melena color ceniza vestido de bufón del año cero. Es El Brujo. Habla de un Evangelio, el de Juan, la mano derecha de Jesucristo. Pero también habla de Gallardón, de Ágata Ruiz de la Prada, de Darío Fo… Todos ellos y sus circunstancias sirven al único actor en escena para ejemplificar algunas escenas bíblicas.

El público, acostumbrado a trágicos textos griegas, sonríe. Interrumpe la función con risas o aplausos. Y El Brujo lo agradece. Se relaciona con la audiencia, saca al pueblo a escena. Pasa dos horas sobre el escenario él solo, pero no aburre. La audiencia se entretiene.

Pero sólo se entretiene. A la representación le falta el éxtasis. Hay muchos momentos cómicos, pero ninguna carcajada. También hay muchos momentos casi místicos, con un lenguaje profundo, pero sin catarsis. La obra se queda en un término medio que puede llevar a la indiferencia: no escandaliza al católico ni deja indiferente al agnóstico. Simplemente les entretiene.


Muchos se preguntan si el Festival de Teatro Clásico que protagoniza los veranos emeritenses debe dar cabida a propuestas como este Evangelio de Rafael Álvarez. La respuesta es sí. Y no porque en el texto sale Pilatos, como han dicho algunos críticos, sino porque el drama clásico necesita ampliar su campo de aceptación para dar cabida a nuevas interpretaciones. Y porque su relato de la época romana entretiene mucho más que el gran parte del repertorio grecolatino, explotado ya hasta la saciedad.

Por el contrario, puede que un teatro romano con capacidad para más de dos mil personas no sea el lugar adecuado para un monólogo humorístico. El Club de la Comedia exige cercanía con el público, un aforo limitado. Exige que todos los espectadores vean los gestos, las muecas del monologuista. Y eso no es posible en Mérida.

El Brujo sigue siendo El Brujo, y tiene más tablas y ambición que nunca. Sólo por eso, El Evangelio de San Juan es una puesta en escena que merece la pena ver. No es una obra maestra, ni algo que no se haya hecho antes, ni una revolución. Pero entretiene.

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